carandeliana
Para que yo me llame Ángel González
- Por ayaso
- 15 de Octubre de 2022 a las 12:55
Vivo en el centro de Granada, en un pequeño piso con vistas a un callejón ruidoso que, más que un hogar, es un almacén de los antiguos: el típico almacén abigarrado y desordenado donde por lo general nunca encuentras lo que buscas, pero sí te llevas alguna que otra sorpresa.
Hacer una limpieza total de mi hogar-almacén figura en primer lugar en la lista de prioridades que redacté cuando me jubilé en febrero de este año, pero después de siete meses mis progresos han sido mediocres. ¡Al paso que voy, me van a faltar años! Tenía que haber recurrido a una solución radical: contratar a una cuadrilla de trabajadores sin escrúpulos, dirigidos por un discípulo o discípula aventajada de Marie Kondo (Tokio, 1984), para que se llevaran todo lo que encontraran, hasta los grifos. Previamente me tendrían que haber atado al sofá naranja e, inmovilizado, aunque no amordazado –por mis problemas respiratorios–, vería impotente cómo mi vida terminaba en el contenedor de la basura. No valdrían de nada mis súplicas más desgarradoras, ni gritos, maldiciones, amenazas, sobornos, chantajes o lágrimas. Me despertaría, pasadas unas horas, empapado en sudor y con dolor de cuello (por la mala postura en el sillón), pero feliz de ver que el sillón naranja y yo podríamos empezar de cero el resto de nuestra vida útil. Él, sin duda, con mejores perspectivas que yo.
No me he atrevido a dar ese paso, ni creo que lo haga. Sin embargo, para agilizar el proceso antes de darme por vencido, he escrito una nueva lista que lleva el título de «Trabajos que no voy a terminar»: libros, artículos o estudios de los que me tengo que despedir porque el tiempo es el que es, y las fuerzas escasas. Si no los llevé a feliz término cuando era más joven y estaba en mejores condiciones, difícilmente lo voy a hacer ahora que empiezan a hacerse más que evidentes las goteras, los recalos y lo mal que he envejecido a causa de lo mucho que abusé del gotelé en mi juventud.
Una vez elegido el objeto a expurgar, empiezo con las carpetas y blocs de anotaciones, continúo con los archivadores de fotocopias (qué antiguo suena), para finalizar con la bibliografía que fui adquiriendo (y que, en su mayoría, no llegué a leer). Deshacerme de los libros constituye la tarea más difícil, por el respeto que le tengo a la letra impresa (el mismo que mi madre tenía por el pan, que nunca se tiraba en mi casa) y porque, en estos tiempos de digitalización, pocas son las instituciones o particulares que los aceptan.
Mientras tanto –¡vaya, no aprendo! – sigo comprando libros, que van ocupando el espacio dejado por los que han sido expurgados. Uno de los últimos que ha caído en mis manos es uno titulado Por qué no he escrito ninguno de mis libros (Madrid, Plot, 2021), escrito con mucha ironía y humor por Marcel Bénabou (Mequinez, 1939), profesor emérito de Historia de Roma en París. Me he identificado tanto con el autor y sus circunstancias que este libro de Bénabou sobre los libros que no escribió podría haber sido, punto por punto, el libro que yo debería haber escrito sobre los libros que ya no escribiré. Otro proyecto más que se habría quedado inconcluso.
Gracias a este sistema de limpieza selectiva me he dado cuenta de que tengo una extensísima obra incompleta, lo que desgraciadamente no es motivo de orgullo. Entre los proyectos de escritura fallidos hay incluso una historia general del pueblo judío (en un solo volumen, no pretendía emular a Salo W. Baron), proyecto para el que fui reuniendo materiales mientras escribía una breve historia para la editorial El Almendro de Córdoba (Dos mil años de Historia del Pueblo Judío. Entre la Tierra de Israel y la Diáspora. 2010), de la que tengo todavía por ahí una caja con los ejemplares que recibí cuando el editor se jubiló, la editorial cerró y traspasó lo mejor de su fondo a la editorial Herder de Barcelona. Obviamente, no estaba mi libro entre los seleccionados para tener una segunda oportunidad editorial.
Volviendo al proyecto mencionado, antes de terminarlo (incluso, antes de iniciar su redacción en serio) ya le había dado título: Toldot. Una historia del Pueblo Judío. Me pregunto si ese atrevimiento mío marcó su destino, por ser algo de mal fario.
El título me fue sugerido por un poema de Ángel González que leí, literalmente, en un vagón del metro madrileño: estaba impreso en uno de esos paneles de invitación a la lectura que suelen poner en los medios públicos de transporte. ¿O fue quizás en un autobús urbano de Granada? El poema se titula «Para que yo me llame Ángel González» y pertenece a su primer poemario (Áspero mundo, 1956).
Segunda hagadá de Nuremberg (mitad del siglo XV)
Biblioteca Nacional de Israel
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento…
En hebreo, «el viaje milenario de la carne trepando por los siglos y los huesos» se expresa con una sola palabra: toldot (תולדות), pl., «generaciones, genealogía, descendencia». Por eso la elegí para el dichoso título. De la misma raíz son, entre otras, yalad (dar a luz), nolad (nacer), holid (engendrar), yéled-yaldá (niño-a), walad (embrión, feto), hulédet (nacimiento) y yom hulédet (cumpleaños). Recuerdo una lectura que aparecía en el manual de uno de los cursos de hebreo que hice en Tel Aviv. Se titulaba «ser neozelandés» (להיות ניו זלנדי) y trataba sobre el anhelo de muchos israelíes de vivir en un país normal, en un país en el que los únicos cañonazos que se oyeran fueran las salvas con motivo del cumpleaños de la reina, q.e.p.d. (ביום ההולדת של המלכה ז״ל).
Toldot es, además, el término que tradicionalmente se utiliza en hebreo para denominar a las obras históricas. Por ejemplo, encabeza el título del clásico de Y. Baer, Historia de los judíos en la España cristiana (היהודים בספרד הנוצרית תולדות). Me parece que en la actualidad se usa menos con este sentido, prefiriéndose el préstamo historia (היסטוריה), común a otras lenguas. No me hagan mucho caso. Es probable que esté equivocado.
Santa María la Blanca. Sección logitudinal
Museo del Prado
En la España del Siglo de Oro gozó de cierta popularidad una etimología hebrea que se daba al nombre de la Ciudad Imperial: Toledo procedería precisamente de toldot/tolědot, generaciones. Era el nombre que le habrían dado, al fundarla, los judíos deportados por Hispán, después de que éste se uniera al rey Nabucodonosor de Babilonia en la toma de Jerusalén y destrucción del primer templo en el siglo VI EC. Es más, en el reino de Toledo se llegaron a identificar otros topónimos de origen hebreo, que según algunos estudiosos distaban de Toledo los mismos kilómetros que separaban los asentamientos originales de la ciudad santa de Jerusalén: Escalona (Ascalón), Yepes (Yope/Jaffa), etc.
Se pensaba que los deportados habían elegido topónimos de la tierra de sus antepasados para no olvidarse del lugar del que procedían y para que se mantuviera vivo en sus corazones el deseo del retorno. Algo similar a lo que hicieron los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo: llenar ese inmenso continente de nombres familiares, como una manera de sentirse en casa a pesar del vértigo que sin duda debían sentir al adentrarse por el cauce de sus caudalosos ríos, tupidas selvas, escarpadas cordilleras e inhóspitos desiertos, al encuentro de gentes de costumbres exóticas, lenguas de origen desconocido (sin duda no procedían del hebreo) y dioses aterradores.
El origen de estas etimologías hebreas de ciertos topónimos peninsulares está, obviamente, en la exégesis del libro de Abdías que identifica la Sefarad del versículo 20 con Hispania, como se había popularizado entre los judíos hispanos en la Edad Media. La llegada de los primeros judíos a la península Ibérica se habría producido, por tanto, como consecuencia de la destrucción del Primer Templo, y en una fecha muy temprana los judíos de Toledo, libres de toda responsabilidad en el juicio y ejecución de Jesús de Nazaret, habrían construido su sinagoga mayor, Santa María la Blanca.
La etimología hebrea de Toledo empieza a ser conocida por obra de Arias Montano y continúa, con mayor o menor fortuna, entre los estudiosos hispanos de los siglos XVI y XVII: Esteban de Garibay, Bernardo de Alderete, Sebastián de Covarrubias y el padre Mariana (Dominique Reyre, Topónimos hebreos y memoria de la España judía en el siglo de Oro. Criticón 65, 1995). No deja de resultar paradójico este recurso al pasado mítico de las comunidades judías en una España en la que la gente procuraba ocultar cualquier rastro de judío o de confeso para no tener problemas con el Santo Oficio.
Segunda hagadá Nuremberg (detalle)
¡Qué temporada de lecturas a destiempo estoy teniendo en los últimos meses!
Ha tenido que morirse Javier Marías para que me decidiera a leer la trilogía de Tu nombre mañana, algo que no hice en su momento, ya que no me sentía con ánimos suficientes para abordar obras voluminosas. Me leí otras obras suyas, quizás menores, y sobre todo sus artículos en la última página de El País Semanal, con los que últimamente no me sentía muy identificado. Me cansaban algunos de sus temas, algo inevitable tras leerlo con interés cada semana durante años. Me ha sucedido lo mismo con otros: Antonio Muñoz Molina, Manuel Vicent, Mario Vargas Llosa y el gran Miguel Ángel Aguilar. Bueno, Miguel Ángel Aguilar nunca me cansó por más que lo leí. Lo echo de menos desde que dejó El País (o lo echaron, quién sabe).
En fin, me compré el primer tomo. No puedo decir que devorara con avidez sus páginas –a Marías hay que leerlo sin prisas–, pero lo cierto es que me ha gustado mucho, mucho. Mientras escribo, me estoy acordando del inicio de la obra, cuando J. Deza nos advierte que no deberíamos hacer confidencias de ningún tipo, que es mejor guardar silencio, porque todo lo que digamos puede un día ser utilizado en nuestra contra. Me acuerdo de sus palabras porque esta entrada me esté saliendo demasiado personal. No era la idea que tenía del blog, pero septiembre es un mes especial: cumplo años, empieza el otoño, pienso en todos los que ya no están, y me pongo a hacer confidencias que no debería hacer y que, excepto a mí, poco pueden interesar. ¡Para colmo, el poema de Ángel González!
No he podido evitar, pues, acordarme de mis padres. Poco sé de los que estuvieron y lucharon antes que ellos, ya que todos fueron gentes sencillas y anónimas que no dejaron huellas en el viaje milenario de la carne del que soy el último eslabón. Mis padres fueron también gentes sencillas, humildes, trabajadoras y generosas.
Mi padre empezó a trabajar de muy chico. Él y sus hermanos recibieron una educación muy elemental. Toda la familia se puso a trabajar para sacar adelante a uno de sus miembros, que guardó cama durante años. Sobrevivió, al contrario de lo que sucedió con dos de los hijos de mis abuelos, que murieron a edad temprana. Mi padre me dijo en una ocasión que su primer trabajo fue de botones en el consulado de la Alemania nazi en Vigo. Eran los años de la Guerra Mundial y Vigo tenía cierto interés estratégico porque de su puerto partían dos cables telegráficos que conectaban con América. Mi padre, nacido en 1929, debería tener poco más de diez años. ¿Le encargarían llevar algún sobre con un mensaje importante, gritando el nombre del destinatario como en el episodio que está en el origen de la trama de Con la muerte en los talones de Hitchcock? Probablemente no, pero a veces dejo volar la imaginación.
Mi madre, aunque nacida en 1933 en Ferrol, entonces llamada «del Caudillo», vivía en Cádiz. Primero en San Fernando, después en Cádiz capital, a la que se trasladó mi abuelo viudo con sus hijos más pequeños cuando se volvió a casar con una gaditana del barrio de la Viña. Vivieron en una casa con cuatro o cinco balcones que daban a lo largo de la plaza del Tío de la Tiza, el corazón del barrio, muy cerca del lugar donde la Virgen paró las aguas que entraron en la ciudad por el canal de la Caleta a causa del tsunami que originó el célebre terremoto de Lisboa de 1755. Al principio de estar allí fue al colegio de las carmelitas, pero la sacaron pronto, cuando nació su nueva hermana, para que ayudara en la casa y cuidara del bebé. Me contó la historia en muchas ocasiones siendo niño, y tengo que reconocer que siempre lo vi como algo de lo más natural del mundo. Escribía Elvira Lindo, al presentar el libro sobre sus recuerdos de infancia, que a los niños nos parece todo normal, que todo es como debe ser. Sólo cuando maduramos nos damos cuenta de los problemas e injusticias de ese mundo que era el de nuestra niñez. Tuvieron que pasar años para que yo me diera cuenta del tono de tristeza y frustración con el que mi madre contaba el momento en el que la sacaron del colegio.
Mis padres fueron gentes sufridas, que aceptaron con humildad todo lo bueno y malo que les ofreció la vida, con una fe por la que se sometieron a los designios de Dios sin rechistar (excepción hecha de los disgustos que se llevaba mi madre después del sorteo de la lotería de Navidad). Y Dios los recompensó con una larga agonía y una mala muerte. Así es Él. A eso dedica su tiempo libre.
Foto de portada:
El Greco, Vista de Toledo. Nueva York, MET.