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El shamás y un concejal de Murcia (1938-1939)
- Por ayaso
- 2 de Mayo de 2023 a las 17:22
Dos fechas en el año recuerdan el Holocausto. Una es el «día internacional de la memoria del Holocausto y de prevención de crímenes contra la Humanidad», para el que la asamblea general de la ONU eligió la fecha de la liberación del campo de Auschwitz (27 de enero de 1945) y que, por iniciativa del presidente José Luis Rodríguez Zapatero y del ministro de Exteriores Miguel Ángel Moratinos, se celebra en España de manera oficial desde 2006. La otra es el yom ha-Shoá (día del Holocausto en hebreo) que se ha conmemorado el pasado 18 de abril de 2023 (27 de nisán del 5783) en Israel y en las comunidades judías de la Diáspora. Al principio se pensó en el aniversario de la sublevación del gueto de Varsovia (14 de nisán), pero ese día no podía ser utilizado por ser víspera de Pésaj (la Pascua judía). La Knéset (parlamento israelí), tras barajar diferentes opciones, se decantó al final por el 27 de nisán, un día justo en medio de dos grandes fiestas del calendario judío: una semana después de Pascua y una semana antes del 5 de iyyar, yom ha-Atsmaut (día de la Independencia de Israel).
Cuando pensamos en el Holocausto inmediatamente nos viene la imagen de los campos de exterminio en la Polonia ocupada, a los que llegaban los convoyes que transportaban a judíos de todos los puntos de Europa en terribles condiciones. Pero, aparte de ese Holocausto, hubo otro: el llamado «Holocausto de las balas», el del millón y medio de judíos que, conforme avanzaban las tropas alemanas por la URSS, fueron ejecutados en el terreno por los escuadrones de la muerte nazis (los grupos de choque o Einsatzgruppen) y los colaboradores ucranios. En un libro reciente, Wendy Lower sigue la pista de los personajes que aparecen en una de las pocas fotos que muestran a una familia judía en el momento de ser asesinada (La fosa. Una familia, una fotografía, una masacre desvelada. Almería, Confluencias, 2022).
Asesinato de una familia judía en Miropol (Ucrania) el 13 de octubre de 1941.
Archiv bezpečnostních složek (Security Service Archive), Praga. Guillermo Altares, El País, 25 de febrero de 2021.
En la historia de la Humanidad destacan ciertos lugares que han sido especialmente marcados por la tragedia. Hace años cayó en mis manos un libro de Peter Forbath sobre el río Congo, calificado como el río más dramático del mundo por la brutal explotación a la que sometió el rey Leopoldo de Bélgica a su extensísima «finca privada», más tarde denominada Congo belga y en la actualidad Zaire o República Democrática del Congo. Otro lugar en el que el mal se ha prodigado es, sin duda, Ucrania, en especial entre los años 1918 y 1950. En la sucesión de tragedias destacan el Holodomor, la gran hambruna provocada por la colectivización de tierras en los años 1932 y 1933, la invasión alemana y el Holocausto de los judíos ucranianos. El otro día se presentó en un programa de radio el último libro de Simon Sebag Montefiore (El mundo. Una historia de familias. Barcelona, Crítica, 2023), un tocho de 1448 páginas escrito durante la pandemia que, mucho me temo, no voy a poder leer: ¡no me queda tiempo suficiente! En el coloquio comentaron, precisamente, que el historiador británico de ilustre familia sefardí había calificado a Ucrania como el lugar más asesino de la Tierra. Se puso el ejemplo de la familia Zelensky, de la que, en los años treinta y cuarenta del siglo XX, murieron todos sus miembros, excepto uno, el abuelo (o bisabuelo) del actual presidente, Volódimir Zelensky.
En febrero de 2022, tras la invasión rusa y la llegada de miles de refugiados a la frontera polaca, muchos medios de comunicación enviaron corresponsales a la capital de la Galitzia ucraniana: Leópolis, una ciudad que, como muchas de las grandes ciudades del Este de Europa, tiene versiones de su nombre en las lenguas de los diferentes pueblos que la han dominado a lo largo de su historia. Leópolis es la Lemberg del imperio Austrohúngaro, la Lvov polaca y la Lviv ucrania. Cuando la emperatriz María de Teresa de Austria recibió Galitzia como consecuencia del reparto de Polonia, su enviado le informó que Galitzia estaba llena de mosquitos y judíos. Siglo y medio después, el tercer Reich exterminó a los judíos con la frialdad del que acaba con una plaga de insectos y llenó de cadáveres fosas comunes a las afueras de las ciudades y aldeas.
Por si no fueran suficientes dos guerras mundiales, los excesos de la revolución bolchevique y los crímenes del estalinismo, la gran hambruna, los batallones asesinos de las SS, etc., la paz trajo nuevos sufrimientos: el de los desplazados por la guerra (prisioneros, refugiados, fugitivos, etc), el de los judíos supervivientes que no querían volver a sus lugares de origen y deseaban iniciar una nueva vida lejos de Europa, en Israel o en Estados Unidos, y el de los nuevos deportados. El origen de las actuales agencias internacionales para ayuda a los refugiados se sitúa en este momento.
En Dos ciudades (Barcelona, Acantilado, 2006), libro del poeta y ensayista polaco Adam Zagajewski (Lvov, 1945-Cracovia, 2021), éste recuerda la deportación que sufrieron los polacos de Galitzia cuando, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, parte de ella se integró en la república socialista soviética de Ucrania. El mapa del nuevo orden de Europa, decidido por Truman, Stalin y Churchill en la conferencia de Postdam, se apuntaló con la aplicación sistemática de la limpieza étnica. Obviamente, para crear espacio a los nuevos compatriotas se tuvo que expulsar previamente a las minorías, en especial a los alemanes de la Bukovina (Rumanía), de Bohemia y Moravia (República Checa), etc. que se habían beneficiado de los planes imperialistas de Hitler. Los polacos desplazados de Ucrania fueron instalados en Silesia, de la que antes habían sido expulsados sus habitantes alemanes. Como en las casillas de un perverso juego de mesa.
La familia de Zagajewski dejó Lvov y se instaló en la «prusiana» Gliwice (Gleiwitz en alemán): Lvov y Gliwice son las dos ciudades a las que hace referencia el ensayo. Los miembros de más edad de la familia nunca lograron adaptarse a la nueva situación y, mientras Adam acompañaba a su abuelo por las calles y plazas de Gliwice, éste paseaba en su memoria por la añorada Lvov. Tal era la sensación de desarraigo que «las cosas traídas de Lvov olían de un modo distinto que las locales, las postalemanas». El joven Adam las podía distinguir y clasificar, con los ojos cerrados, por el olor que desprendían.
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A propósito de la memoria y el olfato, recuerdo la intensa impresión que me dejaron algunas ciudades la primera vez que las visité. Tanto que, si, por la razón que fuera (secuestro, deportación, broma de mal gusto [al estilo de las despedidas de soltero] o la típica prueba, rozando el sadismo, de un concurso japonés de TV), me hubieran trasladado a la fuerza, con los ojos vendados y medio drogado, a alguna de ellas, estoy convencido de que, como el joven Zagajewski, no hubiera tenido problema en averiguar dónde me encontraba sólo por el olfato. Era joven, me encontraba en ese período de la vida, entre los 10 y los 29 años, en el que los humanos somos especialmente sensibles a todo tipo de estímulo. Hoy, con 62 años, la situación es muy diferente: sufro de presbicia y tensión ocular, tengo evidentes dificultades auditivas (desde hace años GAES me ofrece la posibilidad de comprar uno de sus audífonos) y, claro, soy bastante «duro de olfato». Del gusto y del tacto, mejor no hablar.
Entre los estragos de la edad, lo mal que he tratado a mi cuerpo (mi pasado como fumador me pasa factura) y la estandarización de las ciudades (plagadas de McDonald’s, Starbucks, 101 montaditos y otras franquicias propias y extrañas), me resulta imposible volver a experimentar esas sensaciones olfativas. Y lo he intentado, con resultado negativo, en mis visitas regulares a Vigo en los últimos años. Siguen allí el Atlántico, los pesqueros, las gaviotas que intentan conseguir algo de los desperdicios que los marineros van tirando por la borda, la bajamar que deja al descubierto algas y moluscos, la lluvia, la arena blanca, los helechos, los edificios de granito, etc., pero yo no he conseguido reencontrarme con la ciudad de mis abuelos. Ha sido decepcionante. Las ciudades huelen cada vez menos a ellas mismas, mientras que yo cada vez soy más incapaz de reconocer ciertos olores, aromas, fragancias o a distinguir sus matices.
Siendo como es el sentido del olfato uno de los más intensos y evocadores, que conecta directamente con el cerebro sin pasar por el hipotálamo (esto lo he copiado de la Wikipedia), resulta difícil de explicar que se le preste tan poca atención y que la ciencia no haya desarrollado, como para la vista y el oído, algún tipo de adminículo o artefacto (una nariz biónica, filtros,... qué sé yo) para contrarrestar los efectos del tiempo o de la enfermedad. Algo así como las gafas de broma que llevaban los padres de Virgil Starkwell para no ser reconocidos en Toma el dinero y corre de Woody Allen (Take the Money and Run, 1969). Yo lanzo la idea.
Nariz biónica. Prototipo?
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Murcia olía diferente a un muchacho que, procedente de Cartagena, empezó sus estudios universitarios en el lejano año de 1977. Estuve el primer año de universidad experimentando y clasificando los nuevos olores de la ciudad: los que venían de los cultivos y frutales de la huerta, del río (no especialmente agradables), de las cocinas de las casas vecinas, de las viejas tabernas, como los Zagales, etc. Mi primer piso compartido estaba en el corazón de la ciudad, en el barrio de Santa Eulalia, muy cerca de la facultad. Precisamente en ese barrio estuvo la judería hasta 1492. Yo entonces no podía imaginarme que me iba a dedicar al hebreo y a la historia de los judíos. Mis intereses estaban en la arqueología y en el mundo clásico.
He regresado hace poco para una reunión de los que formamos parte de la promoción 1977-1982 de Geografía e Historia de la universidad de Murcia. A este tipo de reuniones va uno con cierta precaución y mucho miedo. Han pasado tantos años que, si –como es mi caso– no has tenido contacto regular con el resto, te sientes un completo extraño. Tampoco resulta agradable la perspectiva del inevitable recuento de bajas y heridos, de fallecidos con nombre pero sin rostro; o peor, de fallecidos a los que, tras rebuscar por todos los cajones de la memoria, terminas poniéndoles cara, y es la de un chico o una chica joven, alegre, con toda la vida por delante, con el/la que apenas cruzaste palabra. Este tipo de reuniones tiene, además, un riesgo que no se puede menospreciar, como no se cansan de recordarnos películas y series de televisión: que alguno o alguna de los antiguos colegas decida, al mejor estilo hollywoodiense, vengarse de manera indiscriminada por agravios pretéritos, reales o ficticios. Las reuniones de antiguos alumnos-as las carga el diablo, ¡bien sabe Dios! No hay duda de que el final de Carrie (Brian de Palma, 1976), con una Sissy Spasek fuera de sí, me ha dejado una marca profunda.
Afortunadamente, la comida celebrada el pasado mes de marzo transcurrió con total normalidad y fue muy agradable. En el último momento tuve que resistir la tentación de huir y poner tierra por medio, y me alegré de hacerlo. Buena parte del éxito se debió al trabajo y a la dedicación de dos queridos colegas, María José y Juamba. Sobre ellos recae la tarea de organizar estas reuniones y son ellos los que, para mi sorpresa y admiración, conservan viva la memoria de la promoción.
Durante mi estancia en Murcia di largos paseos por la zona del campus de la Merced y por los lugares en los que viví tres años muy felices e intensos. En una tribuna de 27 de abril de 1998, el crítico de cine de El País Ángel Fernández Santos recordaba a una Rita Hayworth, ya enferma de Alzeimer, que en una entrevista calificó su tormentoso matrimonio con Orson Welles como el «tiempo de la felicidad». Sin duda alguna, los tres años en Murcia fueron para mí el tiempo de la felicidad: unos años de liberación, de nuevas experiencias, de nuevas amistades y de optimismo por la transformación del país.
Como uno, aunque jubilado, no deja de ser un aburrido profesor de historia, también aproveché para visitar el Archivo General de la región de Murcia y el Archivo Histórico Municipal. Buscaba información sobre un personaje que me interesa desde que lo mencionara el expresidente de la Federación de Comunidades Judías de España (FCJE), Jacobo Israel Garzón, en una conferencia sobre los judíos en la España contemporánea que impartió a los alumnos del máster de Estudios Árabes y Hebreos. Antonio Segura Sánchez, así se llamaba nuestro personaje, fue un individuo que nos reconcilia con el género humano, fue generoso y solidario en unas circunstancias en las que lo fácil hubiera sido mirar a otro lado o sacar provecho, de manera mezquina, de las dificultades de los otros.
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Antonio Segura Sánchez, nacido en Espinardo en 1905, abogado, afiliado a la UGT, miembro de la logia masónica Theader nº 90 de Cartagena, fue fiscal del tribunal popular de Murcia y concejal del ayuntamiento murciano durante la Guerra Civil. Se exilió en México en 1942, volviendo a España poco antes de morir. José Antonio Lisbona recoge en su libro Retorno a Sefarad. La política de España hacia sus judíos en el siglo XX (Barcelona, Riopiedras, 1993) la información que le proporcionaron sus hijas Nina y Ana Victoria en una conversación que mantuvo con ellas en Barcelona en abril de 1992. Por ellas sabemos que, en el verano de 1938, su padre ayudó a Yomtov Strounza a trasladar a su familia, y los objetos sagrados de la sinagoga de la calle Príncipe de Madrid, a Murcia: un arca de cedro, cinco sefarim (rollos de la Torá), una corona de plata y otros objetos. Strounza, shamás (bedel, conserje, el equivalente al sacristán en las iglesias cristianas), tenía el encargo de cuidar de la sinagoga y de sus objetos después de que la mayoría de los miembros de la comunidad judía de Madrid huyera de la capital a principios de la contienda. No sabemos de qué se conocían Strounza y Segura. El hecho es que los Strounza se instalaron en la casa que tenía Antonio Segura en Espinardo y, con ellos, el cargamento sagrado. En marzo de 1939 la familia Strounza y Antonio Segura partieron del puerto de Alicante en dirección a Orán. Unos días antes, Segura había depositado el arca con su contenido en el edificio del banco de España, lugar que había habilitado el museo provincial para custodiar fondos tan importantes como el tesoro de la catedral y las obras de Salzillo.
Murcia, gran vía de Salzillo. Edificio del banco de España, construido en 1931. Originariamente, la entrada principal estaba en la calle de atrás. Se reformó en 1958 para que la entrada estuviera en la Gran Vía, ya en funcionamiento.
https://www.bde.es/f/webbde/COM/sobreelbanco/Organizacion/Organizacion_ter/fichero/es/Murcia_baja.pdf
No he encontrado ningún documento sobre el depósito de los objetos litúrgicos judíos en los inventarios de la junta de incautación y del museo provincial que se conservan en el Archivo General de la Región de Murcia, ni he encontrado ningún documento que mencionase a Antonio Segura. Silencio total.
Tampoco he tenido mayor suerte en el archivo municipal. En las actas capitulares aparece su nombre y su firma, pero ninguna iniciativa ni intervención que mereciera ser recogida en acta. Lo que sí parece claro es que tuvo una carrera política corta y sin gran protagonismo. Entró en la corporación el 5 de marzo de 1936. El 29 de mayo de ese año, tras el nombramiento de un nuevo alcalde, el socialista Fernando Piñuela Romero, pasó a ser segundo teniente de alcalde. En junio de 1937 ya no aparece como tal, y tampoco aparece como concejal en el nuevo consejo municipal que se constituye en julio de 1937. La última acta en la que aparece su firma tiene fecha de 11 de junio de 1937. En total, poco más de un año. No era concejal cuando ayudó a Yomtov Strounza y tampoco fue el último alcalde republicano de Murcia, como afirmaban sus hijas.
Poco importan estos detalles. Lo importante es que se interesó por la suerte de una familia judía y de los objetos litúrgicos que custodiaba. Como hubieran hecho muchos otros, se podría haber desentendido del asunto, pero no lo hizo. Segura y Strounza salieron en dirección a Orán, donde sus destinos se separaron. Es probable que Segura volviera a España antes de exiliarse en México, tengo que ver los expedientes que se guardan en el archivo de Salamanca. Strounza volvió a Salónica, de la que era originario, donde le estaba esperando la muerte: fue deportado a Auschwitz con el resto de los sefardíes de la ciudad.
Volvemos al principio, al Holocausto y su memoria. Y a un presente muy preocupante: con una guerra en Ucrania y con el aumento de los populismos y la xenofobia en la Unión Europea. Adam Muchnik nos recordaba en un artículo publicado en El País (16 de abril de 2009) que «los armarios de Europa están llenos de fantasmas» y los compromisos incumplidos con la justicia y la memoria tienen efectos nocivos como los que estamos viendo ahora.
Foto de portada:
Billete de una peseta emitido por el Consejo Municipal de Murcia (1937), con la firma del alcalde Fernando Piñuela.
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