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Duelos y quebrantos
- Por ayaso
- 4 de Julio de 2022 a las 18:19
Cervantes tuvo, sin duda, sus razones para no querer revelar el nombre del lugar donde vivía Alonso Quijano, don Quijote, el caballero de la triste figura. Lo que sí nos proporcionó, después del famosísimo arranque de la obra, fue una información bastante completa de su dieta, trazando un retrato de su héroe a través de lo que comía:
«Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añaduría los domingos, consumían las tres partes de su hacienda».
Desde su publicación, los «duelos y quebrantos» que se servían los sábados en casa del hidalgo manchego llamaron la atención de lectores y críticos de El Quijote, quienes se preguntaron por las características del plato y el porqué de su nombre.
En la actualidad existe un consenso en cuanto a su elaboración. El plato no puede ser más secillo: es una «fritada hecha con huevos y grosura de animales, especialmente torreznos y sesos» (DLE, s.v. duelo-2). Era un plato popular, barato y asequible para la mayoría de la población, hecho con alimentos que, como nos recuerda también la RAE, eran «compatibles con la abstinencia parcial que por precepto eclesiástico se guardaba los sábados en los reinos de Castilla». Ese carácter popular explica por qué no aparece en los recetarios de los siglos XVI y XVII, aunque sí hacen referencia a él Lope de Vega y Calderón (C. Nadeau «Duelos y quebrantos los sábados»: la influencia judía y musulmana en la dieta del siglo XVII. Comentarios a Cervantes, 2014). Hoy se ha convertido en una presencia obligada en los libros de cocina manchega y en los que se dedican a la cocina del Quijote o la del siglo de Oro.
Lo que no resulta tan sencillo de explicar es su nombre que, lejos del típico y neutro «revuelto de huevos con tocino y/o sesos» (que sería la definición esperable), parece más bien un mensaje cifrado sólo inteligible para algunos, un nombre en el que se conjugan dolor, frustración y rechazo. Ningún publicista o experto en márketing lo hubiera elegido, porque difícilmente provoca la salivación en el comensal, ni la activación anticipada de las papilas gustativas y los jugos gástricos. Más bien al contrario. En mi caso, la sóla mención de «Duelos y Quebrantros» hace que se me cierre la válvula, como le ocurría a Ignatius O’Reilly, el estrafalario, y obeso, protagonista de la Conjura de los necios de John Kennedy Toole.
En suma, el nombre de nuestro plato indica que no es la típica y aburrida reducción al Pedro Ximénez sino un verdadero extracto de tragedia, como el perfume que describe Luis Alberto de Cuenca en Cuando vivías en la Castellana, poema al que, junto a otros del mismo autor, puso música Loquillo en su album Su nombre era el de todas las mujeres (2011).
Cuando vivías en la Castellana
usabas un perfume tan amargo
que mis manos sufrían al rozarte
y se me ahogaban de melancolía.
Si íbamos a cenar, o si las gordas
daban alguna fiesta, tu perfume
lo echaba a perder todo. No sé dónde
compraste aquel extracto de tragedia,
aquel ácido aroma de martirio.
Lo que sé es que lo huelo todavía
cuando paseo por la Castellana
muerto de amor, junto al antiguo hipódromo,
y me sigue matando su veneno.
Por tanto, mi sorpresa fue mayúscula cuando me encontré los «duelos y quebrantos» en el menú de los comedores universitarios de la UGR. Debió ser en octubre de 2012. Escribí inmediatamente al servicio de Comedores interesándome por las reacciones que habían suscitado entre profesores y alumnos. Como respuesta, me enviaron la receta. Su versión universitaria de los «duelos» llevaba dados de panceta, lonchas pequeñas de jamón serrano, rodajas de chorizo, ajos medios encamisados, huevos y aceite (con una rodaja de pan frito como decoración). Ni cocineros ni comensales repararon en la tristeza que rezuma el nombre del plato, ni tuvieron reparo alguno para elegirlo como primero. Los «duelos y quebrantos» tuvieron, por tanto, una buena acogida (desconozco si los volvieron a incluir en el menú). Como me reconoció el cocinero «el chorizo, la panceta y el jamón son unos ingredientes que entran por los ojos por sí solos» (fin de cita).
Ingredientes básicos de los Duelos y Quebrantos
Se han dado diversas explicaciones sobre el origen del nombre, pero la explicación más verosímil es la que lo relaciona con la experiencia vital de los judeoconversos, como defendió Juan Goytisolo en una tribuna de El País («Sobre duelos y quebrantos». 14 de agosto de 1998).
Antón de Montoro (1404?-1483/84) fue un poeta converso cordobés que vivió durante los reinados de Juan II (1405-1454) y de su hijo Enrique IV (1454-1474), muriendo en los primeros años de gobierno de los Reyes Católicos. Se le conoce también como el Ropero de Córdoba porque tenía el oficio de aljabibe (ropavejero). Según las ordenanzas de Córdoba, el aljabibe era la persona dedicada a la compra y venta de ropa usada. No llegaba a la categoría de alfayate (sastre) ni a la de jubetero, ya que, aunque podía reparar jubones viejos, no podía tener una tienda entre los de ese gremio, como explica Carlos Carrete en la introducción a la edición del cancionero del poeta.
Su padre debió convertirse después de los pogromos antijudíos que asolaron las juderías andaluzas en 1391, pero parte de la familia no se bautizó. En uno de sus poemas confiesa: «tengo hijos y nietos, y padre pobre muy viejo; y madre, doña Jamila, e hija moça, y ermana que nunca entraron en pila» (Antón de Montoro. Cancionero, nº 116, vv. 64-68). Curiosamente, son mujeres las que parece que continuaron siendo judías.
No sabemos cuándo fue bautizado, quizás siendo todavía niño. Nunca renegó de su origen ni de su condición, y fue testigo de los violentos ataques contra los conversos en Andalucía a finales del convulso reinado de Enrique IV. A juzgar por su testamento, debió ser un cristiano sincero pero, a pesar de un comportamiento ejemplar, estuvo marcado por su origen judío todos los días de su vida. Ya anciano protestaba amargamente ante la reina Isabel porque, después de una vida intachable, no había conseguido borrar «el nombre de viejo puto judío»:
¡O, Ropero amargo, triste
Que no sientes tu dolor!
Setenta años que naçiste
Y en todos siempre dixiste:
«ynviolata permansiste»;
Y nunca juré al Criador.
Hice el Credo y adorar
Ollas de tocino grueso,
Torreznos a medio asar,
Oyr misas y reçar,
Santiguar y persinar,
Y nunca pude matar
Este rastro de confeso.
(A la reyna doña Isauel. F. Cantera y C. Carrete, Antón de Montoro. Cancionero.
Madrid, 1984, nº 35)
En otro poema encontramos la explicación de la expresión duelos y quebrantos, cuando el poeta se queja ante el corregidor de Córdoba del desabastecimiento de la carnicería:
Uno de los verdaderos,
Del señor rey fuerte muro,
An dado los carniçeros
Causa de herme perjuro.
No hallando, por mis duelos,
Con que mi hambre matar,
Anme hecho quebrantar
La jura de mis agüelos
(Al corregidor de Cordoua, porque en la carnizeria no hallo sino carne de puerco.
Cancionero, nº 70)
Es más que probable que a nuestro poeta, como a muchos otros conversos, le repugnara comer cerdo por una cuestión meramente cultural. Algunos conversos pidieron a las autoridades que se les eximiera de comer su carne, ya que no se podían borrar de la noche a la mañana los tabúes que habían mantenido durante generaciones. Por desgracia, lo único que consiguieron fue acrecentar las sospechas de su criptojudaísmo.
* * *
Creo que fue el profesor Ángel Alcalá quien afirmó que el acontecimiento más determinante en la historia de la España moderna no fue la expulsión de los judíos sino la creación de la Inquisición. El miedo a la delación, a un proceso que tarde o temprano involucraba a todos los familiares y deudos, convirtió a nuestra ciudades y pueblos en escenario de todas las manifestaciones externas del catolicismo más rancio. No era importante que fueras creyente sino que nadie dudara de que eras un estricto practicante.
Lo nuestro era, como cantaba La Lupe, «teatro, puro teatro, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro». En este contexto, se puede utilizar la expresión duelos y quebrantos para etiquetar todos los artificios que se han adoptado en el pasado (y que, a pesar de los avances, se siguen utilizando en el presente) para evitar la presión social, el famoso «qué dirán»; para ocultar lo que realmente somos, queremos y pensamos. No importa que, al adoptarlas, nos hagamos daño a nosotros mismos. ¿Nos repugna comer cerdo? ¡Pues comemos cerdo y en sábado! ¿Hay que ir a misa? ¡Pues redoblamos nuestra presencia en misas, rosarios, cofradías, procesiones, besamanos! ¿Tenemos que participar en el linchamiento de antiguos correligionarios? ¡Pues nos ponemos unas barbas para camuflar nuestra naturaleza íntima y participamos en las lapidaciones, a ser posible en primera fila! Recuérdese La Vida de Brian (Monty Python, 1979). En fin, la lista puede ser muy larga.
Sólo en el momento de rendir cuentas al Creador uno deja de ocultarse. Como el descreído converso de cuyo testamento se habla en el Cancionero de Baena, que se encomendaba a la Cruz, a la Torá y al Corán. Como un destacado miembro de una cofradía de la Semana Santa sevillana, cuya tumba nos enseñó Moisés Hassán, sobrino de Jacob Hassán, uno de los estudiosos del mundo sefardí con mayor prestigio, durante una visita al cementerio judío de la ciudad.
Hay un caso al que le tengo especial cariño.
Si no recuerdo mal, pues han pasado muchos años, fue Camilo José Cela quien, en una entrevista en televisión, se refirió de manera jocosa y tono despreciativo a la historia de un respetado canónigo que dispuso en su testamento ser enterrado con el hábito de abadesa. El premio Nobel lo hizo con la acostumbrada mala baba con la que construyó su personaje: un tipo malencarado y cascarrabias que se vanagloriaba de absorber litro y medio de agua de una palangana por vía anal, como le confesó a la periodista Mercedes Milá. Es probable que la memoria me gaste una mala pasada, y ésta no sea una de las boutades a la que nos tenía acostumbrados CJC. Lo que me interesa del asunto es que, como al bueno del canónigo, a todos nos llega el momento en que ya no necesitamos simular, en el que uno se debe presentar como lo que es y no como los demás esperan que sea (o como cree que los demás quieren que sea).
Leonard Zelig
Termino con una breve reflexión.
Una buena manera, quizás la mejor, de observar y analizar el mundo que nos rodea es verlo con ojos de «viejos putos judíos»: los ojos de aquellos que han sido humillados por una razón u otra, que han terminado odiándose a sí mismos o que han soñado con ser como los demás. Como Leonard Zelig, el camaleón humano que protagonizaba la película de Woody Allen (Zelig, 1983).
Escribía Reyes Mate: «Entre las asignaturas pendientes está la de recuperar nuestra media alma judía, que tiene una sensibilidad y una racionalidad. específica. Algunos la llaman razón anamnética y consiste ésta en pensar las cosas haciendo pie: pensar la libertad desde la experiencia de la esclavitud o de la dictadura; pensar la justicia desde la experiencia de la injusticia; pensar la universalidad desde la afirmación innegociable del individuo, etcétera» («En el día del Holocausto». El País, 23 de abril de 1998).
Foto de portada. Velázquez, Vieja friendo huevos (Edimburgo, Scottish National Gallery).