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Con voz profunda, le dijo a su lacayo: «¡Ahí está, la puerta de Alcalá!»
- Por ayaso
- 26 de Mayo de 2022 a las 20:29
Hoy toca empezar con una canción de Víctor Manuel sobre la puerta de Alcalá y el bueno de Carlos III: Una mañana fría llegó Carlos III / con aire insigne se quitó el sombrero / muy lentamente bajó de su caballo / con voz profunda le dijo a su lacayo / Ahí está, la puerta de Alcalá / Ahí está, ahí está, viendo pasar el tiempo / la puerta de Alcalá («La puerta de Alcalá», 1986).
Y para que se vea que no reniego de mi condición de ochentero irredento, voy a dar un paso más: voy a crear una nueva categoría en este blog, dedicada a la historia de los judíos en la España moderna y contemporánea, que se va a titular «A veces madre y siempre madrastra», por un poema de Blas de Otero al que puso música Víctor Manuel y voz Ana Belén («España, camisa blanca de mi esperanza», 1984).
Menos mal que con los medios disponibles en la actualidad en la red se pueden escuchar estos temas de hace más de 30 años. Temo que, a algunos (o muchos) de los que lean este blog, Víctor Manuel y Ana Belén les resulten tan lejanos como para mí lo fueron Antonio Machín y José Guardiola.
Carlos III es un rey que resulta simpático sin haber sido ni un castizo ni un campechano, como alguno-a de sus descendientes (Isabel II, la Chata o el emérito, por poner tres ejemplos de borbones castizos y un poco golfos). Conservamos de él una buena imagen, la de un rey ilustrado, reformador, austero y discreto que, además, tuvo la suerte de tener a su lado a unos políticos e intelectuales de la talla del conde de Aranda, Campomanes, Jovellanos y el conde de Floridablanca. Sólo tiene una mancha que puede ponerlo en la picota en estos tiempos de tiranía de lo políticamente correcto: la caza, una afición a la que dedicaba la mayor parte de su tiempo, que era mucho.
Madrid siempre tuvo fama de villorrio feo e insalubre, con un río, el Manzanares, del que eran contínuas las chanzas en el Siglo de Oro («Manzanares, Manzanares, arroyo aprendiz de río, practicante de Jarama, buena pesca de maridos» escribía Francisco de Quevedo). Un «río navegable a caballo» sobre el que se construyeron dos imponentes puentes (el de Segovia y el de Toledo) que eran mucho puente para un río tan raquítico. Este desequilibrio entre el esplendor y estricta etiqueta de corte de los Austrias y la humildad de la población que la acogía se resume en el dicho «sólo Madrid es corte». Este dicho puede tener una lectura positiva (sólo Madrid reúne las condiciones para ser sede de la corte) pero, probablemente, la intención era la contraria: mostrar las carencias de la villa. Si le quitan la corte, ¿qué le queda a Madrid? ¡Nada! ¡Sólo Madrid es corte!
Carlos III, como anteriormente hiciera en Nápoles, se aplicó en hacer de Madrid una capital en condiciones, labor por la que recibió el título de «mejor alcalde de Madrid». Embelleció la Villa y Corte con construcciones como la puerta de Alcalá y fuentes tan emblemáticas como las de Cibeles y Neptuno. También promovió instituciones de carácter científico como el gabinete de Historia Natural (hoy museo nacional del Prado), el colegio de cirugía de San Carlos (hoy museo Reina Sofía), el jardín botánico (hoy, vaya…, el jardín botánico). ¡Ay, me viene a la memoria una canción de Radio Futura, también de los ochenta! No tengo remedio. Además, fue el primer rey que vivió en el palacio de Oriente.
Sin duda, el éxito de su reinado se debió al período de aprendizaje que tuvo antes de ocupar el trono de España. Fue sucesivamente Carlos I, duque de Parma (1731-1735), Carlos VII de Nápoles y Carlos V de Sicilia (1734-1759) y Carlos III de España (1759-1788). La experiencia como rey de las Dos Sicilias fue fundamental. Allí puso en marcha lo que posteriormente haría en Madrid: amplios programas de edilicia y de reformas económicas y administrativas. De Nápoles se trajo al marqués de Esquilache (que no gustó nada) y dos costumbres que se españolizaron rápidamente: el Belén napolitano y la lotería; esta última con el propósito de controlar los juegos de azar y ampliar los ingresos de la Corona. En fin, de ese período napolitano también se recuerda que fue el monarca que impulsó las primeras excavaciones sistemáticas en Pompeya y Herculano.
No nos debe sorprender, por tanto, que Carlos III haya sido el único rey de la dinastía Borbón en España que ha recibido el honor de poner nombre a un coñac o brandy. Del resto, de sus consortes y allegados, ninguno más, que yo sepa. Y eso que ciertas bebidas espirituosas como el Anís del Mono han puesto el listón muy bajo, aunque el simio tenga la cara de Darwin.
Una anécdota. Durante unas excavaciones en el poblado argárico de Coy (Lorca), bajo la dirección de Manuela Ayala, los integrantes del equipo nos alojábamos en la Zarzadilla de Totana (¿o era La Paca?), donde una señora nos preparaba la comida. El día de su cumpleaños, una de las veteranas, Sacra, le preguntó si tenía una botella de coñac Carlos III. La señora contestó que no. «¿Y Charles Troisième?», volvió a la carga Sacra. «De ese tampoco», dijo la señora camino de la cocina. Todos reímos el chiste del que fue protagonista una señora de la Zarzadilla de Totana o La Paca, dos pequeños pueblos perdidos en el término municial de Lorca. Éramos unos niñatos que nos creíamos muy listos, muy ocurrentes, con mucho futuro.
Con respecto a los judíos y a la libertad de conciencia, el reinado de Carlos III no fue tan luminoso.
En 1739, como rey de Nápoles, permitió a los judíos volver a su reino, del que habían sido expulsados, tras varios intentos anteriores, por el emperador Carlos V en 1540. La vuelta de los judíos no fue un éxito, y las presiones del pueblo y de lglesia hicieron que la medida se revocara en 1742. El rey se negó, sin embargo, a reintroducir la Inquisición.
En España la situación fue diferente. Ni él ni sus sucesores se atrevieron a permitir el retorno de los judíos, aunque hubo una propuesta en 1797 de una restauración parcial de los judíos, como recuerda Nitai Shinan en su introducción a los Estudios históricos de Amador de los Ríos (Pamplona, 2013). Tampoco las reformas afectaron al tribunal de la Inquisición, porque contaba con el apoyo popular. Se dice que, cuando le preguntaron por qué no abolía la Inqusición, Carlos III contestó: «Los españoles la quieren a mí no me molesta» (Jesús Casas Otero, Los sambenitos del museo diocesano de Tui. Tui, 2004).
La mala experiencia del motín de Esquilache, y los otros motines que estallaron en otros lugares de España, convencieron a Carlos III de ser prudente y de no apostar por cambios drásticos e impopulares, ¡y eso que él era un monarca absoluto y se lo podía permitir! ¿Qué vamos a exigir entondes a los políticos que viven pendientes de las encuestas? ¿Que arrojen sus carreras por la borda por medidas necerarias pero impopulares?
La última sede del Consejo de la Suprema Inquisición, en la calle Torija, cerca del convento de Santo Domingo de Madrid donde estaba la carcel inquisitorial, fue diseñada por el arquitecto Ventura Rodríguez en 1782 y se terminó en el reinado de su sucesor, Carlos IV, en 1790. Bien es cierto que la actividad del tribunal se redujo mucho y no volvieron a producirse las persecuciones de conversos portugueses que tuvieron lugar en el primer tercio del siglo XVIII. En el haber de Carlos III están las tres pragmáticas que trataron de poner fin a la discriminación que sufrían los chuetas mallorquines.
Con el estallido de la Revolución Francesa el 1789, poco después de la muerte de Carlos III, se produjo una involución en España como reacción a los aires revolucionarios. La Inquisición fue abolida por las Cortes de Cádiz en 1812, para ser restaurada por Fernando VII en 1814, otro que se ha quedado sin brandy, y ser suprimida definitivamente en 1820. La vuelta de los judíos fue una cuestión más complicada y, desgraciadamente, ha tardado mucho más tiempo en resolverse: la compleja historia contemporánea de España impidió la normalización plena de la vida judía hasta prácticamente la constitución de 1978.
Al final las luces tuvieron, también, sus sombras. Los tímidos avances no consiguieron que se anularan por completo los estatutos de limpieza de sangre para acceder a ciertos cargos y honores. Y España siguió vedada a los judíos. Una Real Célula establecía que ningún judío podía pisar tierra española sin avisar antes a la Inquisición de sus intenciones.
Uno de los últimos casos que debió atender la Inquisición fue la petición de un judío de Gibraltar que quería instalarse en el Campo de Gibraltar para que su esposa se curase de una grave dolencia. El caso lo estudió el profesor Juan Bautista Villar (Maguén-Escudo vol. 33, 1973). Corría el mes de marzo de 1817 y el judío en cuestión era Aarón Cardozo, mercader y representante de los intereses políticos-mercantiles de los Estados berberiscos de Argel y Túnez. Cardozo, que prestó grandes servicios a España durante las guerras napoleónicas, tenía excelentes informes de las autoridades del Campo de Gibraltar. Ante esto, la Inquisición no pudo rechazar la petición, pero el inquisidor general hizo llegar al secretario de Estado un despacho en el que, al no poder objetar nada en contra de Aarón Cardozo, arremetía contra la comunidad judía de Gibraltar, por los insultos y perjuicios que había ocasionado a la Corona española.
Por las mismas fechas, en Cartagena, un oficial de la inquisición controlaba la entradas y salidas de la tripulación de un buque inglés, sospechando la presencia de algún judío. Todo suena a disparate, a corte de los milagros.
Última sede de la Inquisición en la calle Torija de Madrid
A falta de judíos y musulmanes, en España había otro pueblo errante: los gitanos, a los que se sometió a medidas represivas para conseguir su completa asimilación. Una de las más terribles fue la «Gran Redada» que ordenó el marqués de la Ensenada en 1749, reinando Fernando VI. En 1763 Carlos III indultó a los gitanos apresados por Ensenada y llevados a trabajar a arsenales como el de Cartagena y, veinte años más tarde, publicó una Real Prágmática (19 de septiembre de 1783).
Esta pragmática me recuerda, en lo fundamental, a la Toleranzpatent de José II de Austria sobre los judíos (1781). Ambas tienen como objetivo forzar la asimilación de un pueblo (gitanos y judíos), prohibiendo su lengua y su forma de vida tradicional, ofreciéndoles una limitada libertad de movimiento y libertad para dedicarse al oficio que quisieran.
La Razón no pacta con el pasado: aplica toda su maquinaria para que se allane el camino al Progreso. No es casualidad que hayan sido pensadores judíos los que más duramente han criticado a la Ilustración.
En la foto: Goya, Carlos III, cazador. Museo del Prado.